Por Fernando Ocampo
Tengo más de 25 años como abogado, la mayor parte de ellos he trabajado como gerente / VP / director de asuntos jurídicos de empresa.
La primera vez que asumí este cargo fue en una importante compañía de capital extranjero, que contaba con una plana gerencial de primera, una estructura y organización interna impecables, unas prioridades de negocio muy claras y una filosofía y ética corporativas del primer mundo. Mejor sitio para inaugurarme como gerente legal, imposible.
Hasta entonces, mi vida profesional había sido la de un abogado de estudio jurídico, habiendo estado cerca de 8 años en un par de firmas.
El día en que llegué, me asignaron una oficina, un celular y mi ID corporativo; me presentaron a mi equipo y a mis pares, hicieron la inducción de rigor y, con una palmadita en el hombro y al son de “tú mismo eres”, me convertí en el flamante gerente legal de la compañía. Excelente ¿Y ahora qué? Pues de inmediato a empaparme de los asuntos jurídicos para empezar a atenderlos, previendo que me toparía con retos similares a los vistos en las firmas de abogados en las que había trabajado. Me sentía relativamente seguro y respaldado, tanto por mi experiencia como mi formación académica; sin duda, daría la talla.
Así, de manera más intuitiva que estratégica, me propuse entender bien el negocio principal de la empresa, así como las implicancias legales del mismo y las necesidades de apoyo jurídico requerido por el resto de áreas. Para este fin, consideré la conformación y nivel profesional de mi equipo (felizmente muy bueno), la carga y tipo de trabajo, los asuntos legales más críticos, el presupuesto disponible, el rol de los asesores externos, entre otros aspectos.
Con ello en mente, me fui involucrando cada día más en el nuevo cargo, como el caminante de Machado: haciendo camino al andar, tocando de oído y confiado en que el manejo técnico de los asuntos jurídicos, mis habilidades personales y un razonable criterio, serían las mejores herramientas para hacer bien las cosas. ¿Qué podía salir mal?
No pasó mucho tiempo para darme cuenta de que la atención de los aspectos legales de la compañía, iba a ser sólo una parte del reto que tenía por delante. Mi rutina no se limitaba, como había sucedido en mi vida profesional previa, a preparar informes o contratos, o a llevar a cabo negociaciones, o a atender dudas legales de mis nuevos “clientes”, o a tratar asuntos similares de naturaleza legal. Había un universo paralelo al del quehacer jurídico que empezaba a descubrir; una dimensión desconocida que venía en combo con mi nuevo rol, la misma que no había considerado cuando acepté la oferta de trabajo. Un ámbito de mi nuevo puesto para el cual no me prepararon en la facultad de Derecho ni fue parte de mi inducción en la compañía, marcado básicamente por la percepción y expectativas que el resto de áreas tenía sobre las funciones y el trabajo del área legal y de cada uno de sus miembros.
Así, dependiendo de la coyuntura, necesidades, urgencias, personalidad y hasta humor de cada uno de nuestros clientes internos, los miembros del área legal podíamos ser bomberos, magos o concierges… o todos ellos a la vez. Me explico.
El abogado bombero. Si bien muchos de los asuntos de naturaleza jurídica de la empresa eran resultado de la dinámica propia del negocio, había una parte no menor originada por simple falta de previsión. La presión por llegar a las metas prometidas al directorio, era la música al son de la cual tocaba bailar, y el ritmo no era de balada o bachata sino algo más tirado hacia el merengue o perreo. Ante ello, muchas veces el rol del abogado interno era uno “de emergencia”, corriendo siempre de aquí para allá, extintor en mano, para apagar incendios y atender contingencias. Así, la línea que dividía lo urgente de lo importante era muy tenue, consumiendo lo primero la mayor parte de nuestro tiempo, energías y paciencia. El propio equipo legal asumía como natural e inherente a sus funciones, este rol bomberil, atribuyendo el origen del despelote a la gestión a veces improvisada del resto de áreas. Más tarde me di cuenta de que tanto mi equipo como yo, pecábamos del mismo defecto: la previsión no era una de nuestras virtudes.
El abogado mago. A nuestros clientes no les bastaba con que les diéramos “sólo” nuestra posición legal sobre un tema, sino que esperaban la efectiva solución del problema. No servía de mucho concluir -como podía suceder con un reporte emitido por abogados externos- en un “por lo expuesto, sugerimos que no se acepte la cláusula XYZ”, o en un “el escenario descrito representa un riesgo legal para la empresa”; era necesario que les digamos cómo diablos hacer -dentro del marco normativo aplicable, obviamente-, para cerrar un contrato, llevar a cabo una transacción o ganar un juicio. Esto estaba perfecto y era totalmente comprensible, pero a veces los pedidos estaban más cerca de parecerse a los 3 deseos de Aladino, que a la búsqueda razonable de una solución jurídica viable. Evidentemente, cuando el área solicitante ya había tomado acciones sin consultarnos previamente y, fruto de ello, había metido la pata, el problema se magnificaba y la invocación desesperada de nuestros poderes rozaba el misticismo de un mantra védico. Era entonces cuando, además de la varita mágica, se nos pedía usar el traje de bombero… o, peor, el de supermán.
El abogado concierge. Otro aspecto que me llamó la atención era que, a pesar de que solíamos interactuar con personas de otras áreas de nuestro mismo nivel jerárquico, desde gerentes hasta asistentes o practicantes, la forma cómo algunas de ellas percibían y se dirigían a mi equipo era, en ocasiones, como la que tiene un huésped caprichoso de un hotel ante el concierge del mismo, de esos parroquianos que exigen, demandan y, como diría Sabina, se quejan sólo por vicio. Con respeto, sí, casi siempre, pero con cierto tufillo de superioridad jefatural que podía herir susceptibilidades y generar roces con los profesionales de mi área.
Fui descubriendo entonces que, entre mi nueva “clientela” y el equipo jurídico, no existía un entendimiento común de lo que era o debía ser la forma de gestionar la función jurídica en la compañía; y ello, definitivamente, tenía implicancias en distintos ámbitos, empezando por la productividad del equipo legal y el clima laboral.
No había que tener mucha experiencia en el cargo como para concluir que algo no andaba bien; y ese “algo” no tenía que ver con la interpretación o aplicación del Derecho, sino con la forma de gestionar la función referida.
¿Qué se podía hacer, entonces, para revertir esta situación y poder concentrarnos en dar el mejor apoyo legal posible con los recursos disponibles, atendiendo a las expectativas que las otras áreas tenían sobre nosotros?
Procuraré responder esta pregunta en la segunda entrega de esta crónica, que linda más con lo real-maravilloso que con lo real (no todo es cierto pues…). Hasta entonces, ¿alguien se anima a ensayar una respuesta? Gerentes legales, directores jurídicos y similares ¿les suena conocido algo de esto?